Tres veces por semana, un hombre de 62 años viaja
desde Wilde para lustrar zapatos en la calle Florida. Se llama Temoteo
Alexandrovich. Es ruso. Llegó a nuestro país en 1997, y desde entonces se gana
la vida para que sus dos hijas puedan estudiar en la Universidad. Temoteo
espera el 159 en la parada lindante a la estación Wilde del Roca. Casi dos
horas más tarde, despliega en la vereda de Florida su set de tinturas para
zapatos de la marca Washington, sus cuatro cepillos, su franela. Pasarán 12
horas antes de que los guarde en la misma caja que usa de estribo para sus
clientes, y pueda volver a su hogar.
Se olvida de los artículos cuando habla. “Vine en 97,
con mi familia y mis ahorros”, dice. Antes de su llegada al país, durante 10
años, fue asistente de un funcionario público en el Politburó moscovita, el
máximo órgano ejecutivo de los partidos políticos durante el régimen comunista.
“Luego de caída (de la URSS ),
nada volvió a ser lo mismo. Tuvimos que sacar a mis hijas de escuela antes de
venir”, dice.
Su primer benefactor en Argentina fue John. Le ofreció
ser lustrabotas, le enseñó el oficio y consiguió los elementos. Cabe aclarar
que lo único que tiene de extranjero John es el nombre artístico. Es de La Pampa. Tiene 67 años.
“Es un trucho. Viene de la
Patagonia , toma mate todo el día, no labura y se vanagloria
por ‘trabajar’. Es un bolacero”, dice “el místico”, uno de los manteros
compañeros del ruso.
En sus catorce años en Argentina, Temoteo solo lo
habrá visto unas 3 veces. La primera, cuando John era remisero. “Yo lo ví al
rusito, con una cara de tristeza que partía, viste, es por eso que le dí laburo
de lustrabotas, mi oficio anterior. Trabajaba para la remisería Prestige en
Wilde cuando lo conocí. Yo fui a buscarlo a Ezeiza”, dice.
John debe ser uno de los primeros personajes de
Florida. Desde antes de la caída de la
URSS , desde antes de 1997, desde antes de que Florida fuese
“Florida”. Con un plazo hasta los 10 de cada mes, manda a alguien a reclamar el
alquiler. Temoteo arrancó pagándole 150 pesos al mes por el espacio y hoy, 500.
“John es bueno, solo me dio oportunidad”, dice el lustrabotas. Sus compañeros
piensan distinto.
El ruso no está solo. Lo acompaña Luis Gamarra, un
paraguayo de 35 años que viajó por toda Latinoamérica lustrando zapatos, y hoy
hace parada enfrente a Galerías Pacífico junto a su colega. Para no sentirse
solo, le ceba mate. “Dame mate”, dice el ruso. El paragua se lo da.
Las historias de Temoteo y Luis son distintas. Más
allá de sus orígenes, ambos recorrieron largos caminos antes de encontrarse en
otro país al suyo. “Yo llegué hace 6 años nomás, Temoteo hace 14” , dice Luis. “Dame mate”,
interrumpe el ruso. Luego de que se lo da, su colega retoma: “Yo viajé por
Latinoamérica con este trabajo. Estuve en Río, Caracas, Barranquilla, Lima,
Santiago y Buenos Aires. Aprendí mucho. La historia de Temoteo es distinta.
Vino directamente acá y para laburar”.
“Lo que la gente no comprende es que Temoteo tiene
inculcada la cultura del trabajo. Se desloma durante 12 horas para poder ayudar
a su familia y en días buenos, puede atender a más de 20 personas. Esa es la
diferencia entre el ruso y John. A ese tipo más vale perderlo que encontrarlo”,
dice Gamarra.
Luis no puede ver a John. En una oportunidad, el ruso
no había podido juntar toda la recaudación y John apareció a reclamarle el
alquiler, en un tono altanero. “Al tipo lo único que le interesa es la guita.
Recuerdo que agarró dos latas de tintura, un cepillo y su paquete de
cigarrillos. Luego le dijo que quería su plata y se fue con sus cosas. Casi lo
salgo a buscar cuando me enteré”, dijo Luís.
Con una pronunciación particular, la voz del moscovita
suena ronca, dubitativa y con olor a cigarrillo. “Desde los 20 fumo”, cuenta.
Su colega prefiere el mate antes que el tabaco.
En los tiempos que corren, la situación de los
manteros y trabajadores de la calle florida, entre ellos la de los lustrabotas,
ha ido creciendo por la finalidad turística que tiene la calle porteña, y el
momento de la economía en el país. “En época de Menem, fue bueno. En 2001, no
había trabajo. Por eso no fueron mis hijas a universidad”, recuerda el
ruso.
Consciente del poder que otorga el estudio, Temoteo
aconsejó a sus dos hijas, Katerina y Olga, que estudiaran en la Universidad de Buenos
Aires, luego de ir a un colegio público en Wilde. “Se recibieron en 2000 y
estudian desde 2005” ,
dice, mientras mira sus manos cubiertas con callos.
Katerina, de 31 años, es la mayor y solo le quedan
ocho materias para recibirse. “Estoy orgulloso de mis hijas. Olga hace fotos,
como su madre Anna, y vende. Katerina, médica”, dice.
“Anna trabajaba en Ria Novosti”, dice. Ya nada es lo
mismo desde 2006 para él. Su esposa falleció ese año por un cáncer en el útero
que tenía desde 2004. Con los ojos un poco humedecidos, se reprime y no quiere
hablar. Se acomoda su gorra blanca. “Extrañar mucho”, dice, luego de un
silencio prolongado.
-¿Te costó
mucho adaptarte a este país?
-Sí. Mucho.
-¿Tanto
como quedarte solo?
-No estar
solo. Están Katerina, Olga y Luis. Pero extrañar mucho.
-¿Pero sus
hijas planean quedarse con usted?
-No. Me
duele hablar esto.
No puede ocultar su tristeza ante el
hecho de que se quedará solo sin tener a alguien con quien compartir sus
momentos. Tiene a Luís, pero no en su casa. En un tiempo, Olga se va a casar
con un abogado santafesino y se muda a esa provincia. “Voy a extrañar mucho.
Pero es viaje distinto”, dice. La hija cuando se case comenzará un proyecto de
fotos financiado por su futuro marido y una firma de abogados.
El proyecto de Olga es distinto al
de su padre. Ella viaja no solo para buscar una solución, sino para armar una
familia y el proyecto de su vida. Temoteo ya había armado el suyo antes de
llegar a Argentina. Viajó, trabajó y vivió de una manera para que casi 15 años
después, su hija, pudiese viajar para armar su futuro. “Estoy triste, pero
feliz por ella”, dice, luego de pedir un amargo más.
“Dame mate”, agrega. Pero ya no queda agua y yerba. Su
compañero lo ayuda a guardar las cosas. Cuando hubieron guardado todo, un
compañero mantero le alcanza un mate advirtiéndole que estaba frío. “No
importa, gracias. Me gusta mate”, dice y agarra su caja rumbo a la parada del
159, aguardando un próximo día de trabajo.
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