domingo, 4 de diciembre de 2011

Extrañar mucho


Tres veces por semana, un hombre de 62 años viaja desde Wilde para lustrar zapatos en la calle Florida. Se llama Temoteo Alexandrovich. Es ruso. Llegó a nuestro país en 1997, y desde entonces se gana la vida para que sus dos hijas puedan estudiar en la Universidad. Temoteo espera el 159 en la parada lindante a la estación Wilde del Roca. Casi dos horas más tarde, despliega en la vereda de Florida su set de tinturas para zapatos de la marca Washington, sus cuatro cepillos, su franela. Pasarán 12 horas antes de que los guarde en la misma caja que usa de estribo para sus clientes, y pueda volver a su hogar.
Se olvida de los artículos cuando habla. “Vine en 97, con mi familia y mis ahorros”, dice. Antes de su llegada al país, durante 10 años, fue asistente de un funcionario público en el Politburó moscovita, el máximo órgano ejecutivo de los partidos políticos durante el régimen comunista. “Luego de caída (de la URSS), nada volvió a ser lo mismo. Tuvimos que sacar a mis hijas de escuela antes de venir”, dice.
Su primer benefactor en Argentina fue John. Le ofreció ser lustrabotas, le enseñó el oficio y consiguió los elementos. Cabe aclarar que lo único que tiene de extranjero John es el nombre artístico. Es de La Pampa. Tiene 67 años. “Es un trucho. Viene de la Patagonia, toma mate todo el día, no labura y se vanagloria por ‘trabajar’. Es un bolacero”, dice “el místico”, uno de los manteros compañeros del ruso.
En sus catorce años en Argentina, Temoteo solo lo habrá visto unas 3 veces. La primera, cuando John era remisero. “Yo lo ví al rusito, con una cara de tristeza que partía, viste, es por eso que le dí laburo de lustrabotas, mi oficio anterior. Trabajaba para la remisería Prestige en Wilde cuando lo conocí. Yo fui a buscarlo a Ezeiza”, dice.
John debe ser uno de los primeros personajes de Florida. Desde antes de la caída de la URSS, desde antes de 1997, desde antes de que Florida fuese “Florida”. Con un plazo hasta los 10 de cada mes, manda a alguien a reclamar el alquiler. Temoteo arrancó pagándole 150 pesos al mes por el espacio y hoy, 500. “John es bueno, solo me dio oportunidad”, dice el lustrabotas. Sus compañeros piensan distinto. 
El ruso no está solo. Lo acompaña Luis Gamarra, un paraguayo de 35 años que viajó por toda Latinoamérica lustrando zapatos, y hoy hace parada enfrente a Galerías Pacífico junto a su colega. Para no sentirse solo, le ceba mate. “Dame mate”, dice el ruso. El paragua se lo da.
Las historias de Temoteo y Luis son distintas. Más allá de sus orígenes, ambos recorrieron largos caminos antes de encontrarse en otro país al suyo. “Yo llegué hace 6 años nomás, Temoteo hace 14”, dice Luis. “Dame mate”, interrumpe el ruso. Luego de que se lo da, su colega retoma: “Yo viajé por Latinoamérica con este trabajo. Estuve en Río, Caracas, Barranquilla, Lima, Santiago y Buenos Aires. Aprendí mucho. La historia de Temoteo es distinta. Vino directamente acá y para laburar”.
“Lo que la gente no comprende es que Temoteo tiene inculcada la cultura del trabajo. Se desloma durante 12 horas para poder ayudar a su familia y en días buenos, puede atender a más de 20 personas. Esa es la diferencia entre el ruso y John. A ese tipo más vale perderlo que encontrarlo”, dice Gamarra. 
Luis no puede ver a John. En una oportunidad, el ruso no había podido juntar toda la recaudación y John apareció a reclamarle el alquiler, en un tono altanero. “Al tipo lo único que le interesa es la guita. Recuerdo que agarró dos latas de tintura, un cepillo y su paquete de cigarrillos. Luego le dijo que quería su plata y se fue con sus cosas. Casi lo salgo a buscar cuando me enteré”, dijo Luís.
Con una pronunciación particular, la voz del moscovita suena ronca, dubitativa y con olor a cigarrillo. “Desde los 20 fumo”, cuenta. Su colega prefiere el mate antes que el tabaco.
En los tiempos que corren, la situación de los manteros y trabajadores de la calle florida, entre ellos la de los lustrabotas, ha ido creciendo por la finalidad turística que tiene la calle porteña, y el momento de la economía en el país. “En época de Menem, fue bueno. En 2001, no había trabajo. Por eso no fueron mis hijas a universidad”, recuerda el ruso.  
Consciente del poder que otorga el estudio, Temoteo aconsejó a sus dos hijas, Katerina y Olga, que estudiaran en la Universidad de Buenos Aires, luego de ir a un colegio público en Wilde. “Se recibieron en 2000 y estudian desde 2005”, dice, mientras mira sus manos cubiertas con callos.
Katerina, de 31 años, es la mayor y solo le quedan ocho materias para recibirse. “Estoy orgulloso de mis hijas. Olga hace fotos, como su madre Anna, y vende. Katerina, médica”, dice.
“Anna trabajaba en Ria Novosti”, dice. Ya nada es lo mismo desde 2006 para él. Su esposa falleció ese año por un cáncer en el útero que tenía desde 2004. Con los ojos un poco humedecidos, se reprime y no quiere hablar. Se acomoda su gorra blanca. “Extrañar mucho”, dice, luego de un silencio prolongado.
-¿Te costó mucho adaptarte a este país?
-Sí. Mucho.
-¿Tanto como quedarte solo?
-No estar solo. Están Katerina, Olga y Luis. Pero extrañar mucho.
-¿Pero sus hijas planean quedarse con usted?
-No. Me duele hablar esto.
            No puede ocultar su tristeza ante el hecho de que se quedará solo sin tener a alguien con quien compartir sus momentos. Tiene a Luís, pero no en su casa. En un tiempo, Olga se va a casar con un abogado santafesino y se muda a esa provincia. “Voy a extrañar mucho. Pero es viaje distinto”, dice. La hija cuando se case comenzará un proyecto de fotos financiado por su futuro marido y una firma de abogados.
            El proyecto de Olga es distinto al de su padre. Ella viaja no solo para buscar una solución, sino para armar una familia y el proyecto de su vida. Temoteo ya había armado el suyo antes de llegar a Argentina. Viajó, trabajó y vivió de una manera para que casi 15 años después, su hija, pudiese viajar para armar su futuro. “Estoy triste, pero feliz por ella”, dice, luego de pedir un amargo más. 
“Dame mate”, agrega. Pero ya no queda agua y yerba. Su compañero lo ayuda a guardar las cosas. Cuando hubieron guardado todo, un compañero mantero le alcanza un mate advirtiéndole que estaba frío. “No importa, gracias. Me gusta mate”, dice y agarra su caja rumbo a la parada del 159, aguardando un próximo día de trabajo.